Mercados del alma

25.04.10 - JOSÉ MARÍA ROMERA

Algunos datos pueden hacer pensar que las profecías sobre el desquiciamiento general de la Humanidad están a punto de cumplirse. Quienes vaticinaban un siglo XXI marcado por dolencias como la depresión, la ansiedad y el estrés encontrarán buenos argumentos en ese 16% de la población que consume regularmente psicofármacos, o más todavía en otro hecho revelador: el incremento de los trastornos y enfermedades mentales recogidos en el DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders), considerado la 'biblia' de la psiquiatría. Se acaba de conocer un primer borrador de la edición quinta que se publicará en 2013, donde los 106 trastornos mentales reconocidos en la primera versión de 1952 pasarán a ser previsiblemente cerca de 400.

La psiquiatría ha salido de las clínicas y las consultas y se ha instalado en nuestra vida cotidiana. No es sólo que la mayoría de la gente esté dispuesta a recibir tratamiento para malestares que antes no se atrevía a reconocer y mucho menos a confesar por considerarlos tabúes y vergonzantes. Es que a veces se considera un toque de distinción. Ya no es raro oír hablar a alguien de «mi terapeuta» con el indisimulado orgullo de quien ostenta un signo de estatus o de vanguardia. Nuestra época hiperconsumista ha ampliado de tal manera el surtido de productos de sus escaparates, que hasta la asistencia psiquiátrica puede llegar a formar parte de las nuevas necesidades de abastecimiento y, por tanto, de las nuevas formas de opulencia.

No son pocos los profesionales de la salud mental que denuncian el exceso de psiquiatrización en la sociedad, inducido a veces por los intereses mercantiles de la industria. Castilla del Pino explicaba cómo la «fobia social», tan de moda a finales del siglo XX, había sido en realidad inventada por unos laboratorios que así consiguieron comercializar un determinado medicamento en enormes cantidades. Otras veces, lo que se cuestiona no es el trastorno en sí, sino la ligereza con que es diagnosticado a personas que seguramente no lo padecen. Es el caso del TDAH o déficit de atención por hiperactividad, una especie de comodín empleado para explicar tanto las conductas patológicas de ciertos niños necesitados de ayuda como los comportamientos disruptivos, egoístas y antisociales de otras criaturas sencillamente malcriadas.

La querencia a lo psicológico se manifiesta también en otros órdenes. En el lenguaje común ya se han colado términos como 'esquizofrénico', 'autista' o 'bipolar', empleados tan alegremente como metáforas para describir personas o situaciones. Cuando nos preguntan cómo estamos, es cada vez más frecuente que la respuesta positiva no apunte a la salud física, al bienestar o a la prosperidad material. Decimos 'tranquilos', porque ese es el ideal: la ausencia de tensión, turbación o nerviosismo. Desde los libros de autoayuda hasta los cursos de yoga, relajación, autoestima, asertividad, tai-chi o meditación new age, todo conspira para ayudarnos a mantener el equilibrio mental. Los sistemas de enseñanza no están diseñados por autoridades en las distintas ramas del conocimiento, sino por psicopedagogos. En las políticas de empresa y las relaciones laborales han irrumpido de forma avasalladora los gurúes de la psicología blanda del 'coaching' y las relaciones humanas para ocupar el lugar de los feroces tiburones de la economía sin alma. Y a la consulta del psicólogo o del psiquiatra ya no acuden sólo enfermos necesitados de tratamiento, sino cualquiera que atraviese una época de postración o haya sufrido un revés, por banal que éste sea.

Decididamente, lo 'psi' se ha impuesto sobre lo 'socio' a la hora de interpretar el mundo y relacionarnos con él. A las utopías redentoras que confiaban la felicidad de los individuos a la transformación de las sociedades les han sucedido los relatos emancipatorios de la individualidad. Los proyectos particulares se imponen sobre los colectivos. Y si en otros tiempos se llegó a denunciar el exceso de 'politización' a la hora de abordar los conflictos de cualquier orden, ahora es la 'psiquiatrización' lo que amenaza con adueñarse de los análisis.

Pero al mismo tiempo supone un notable avance que hayamos perdido el miedo a la locura y a sus remedios o paliativos. Nos empezamos a conocer mejor a nosotros mismos. Empleamos herramientas de autoexploración -y de comprensión de los otros- que nos permiten afrontar mejor los problemas, fortalecernos en la debilidad y salvar los obstáculos que se levantan en nuestro camino hacia una vida dichosa. Si nos sentimos más infelices no es porque realmente lo seamos, sino porque, al subir el listón de nuestras aspiraciones, no nos conformamos con pasar el trámite de la existencia; aspiramos a vivirla con plenitud.

Y es que a nuevos servicios, nuevos hábitos de consumo y mayor posibilidad de insatisfacción cuando el producto no colma las expectativas del cliente. O tal vez sea cierto que nos hemos vuelto más frágiles, quién sabe.


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