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Miedo al miedo
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23122009
Miedo al miedo
Miedo al miedo
César Bianchi - 19/12/2009 Uruguay
Una mujer iba manejando su auto rumbo al este un 31 de diciembre, escuchando música lenta lo más campante. Todavía no estaba la doble vía, todavía existía la Onda. Un ómnibus de esa compañía empezó a hacerle juego de luces a la conductora para que acelerara o se hiciera a un lado. Ahí empezó la pesadilla para Dagmar, un trauma que hasta hoy la ha hecho dependiente de su medicación para evitar sucumbir al pánico.
En aquel momento empezó a transpirar, le sudaban las manos, le costaba respirar, comenzó a sufrir una taquicardia. Se sintió morir, y no es una exageración: se sintió morir. En un rapto de lucidez estacionó el auto al costado de la ruta e intentó pensar. Aún víctima de un miedo atroz, decidió seguir su camino, muy lentamente, porque sus hijos pequeños la esperaban en el balneario Solís.
Los últimos 20 kilómetros los hizo a paso de hombre y le demandaron una hora y media. Ese fue el primer episodio de ataque de pánico que sufrió Dagmar van der Weck, el 31 de diciembre de 1988. Como ella, todos los que padecen algún tipo de fobias o trastornos de ansiedad recuerdan la fecha y los detalles de la primera vez.
Ninguno se acuerda del segundo, a los pocos días. Y eso que quienes sufren un ataque de pánico enseguida se predisponen a esperar el próximo.
Lo que Dagmar llama "pequeños trastornos" de ansiedad comenzaron a los 12 o 13 años, pero no les dio importancia. Después de todo, eran rituales divertidos como comprar siempre cantidades impares de productos en el supermercado (tres latas de atún, cinco aguas minerales), tocar el picaporte de la puerta dos veces para tener un día afortunado, cosas así. Pero aquella tarde en la que fue acosada por el chofer de Onda se lo tomó más en serio.
Sin quererlo se quedó esperando una repetición de esa situación inédita. Cree que la atrajo con el pensamiento y claro, se volvió a dar. De nuevo un vahído, palpitaciones, temblores, ahogo.
A fines de la década de 1980 nadie hablaba de ataques de pánico. "Me decían que estaba re loca, pasada de estrés. `Tomate vacaciones`, me recomendaban", pero no era eso. No la entendían.
Pasó poco para que las crisis de pánico desembocaran en agorafobia: temía salir y sentirse en riesgo en lugares muy abiertos o cerrados, tenía miedo que le pasara algo en la calle. Le tenía miedo al miedo. Para ir a su trabajo en un consulado había hecho un planito con cruces marcadas en donde están las emergencias médicas, e iba a 20 kilómetros por hora atrás del 104. Volver a su casa sobre Avenida de las Américas le llevaba una hora y media en auto. Empezó a quedarse en su casa hasta que en 1994 renunció a su empleo.
Fue al cardiólogo, al ginecólogo, al neurólogo, pero nada. Antes de que la diagnosticaran correctamente llegó a tomar cinco pastillas de distintos colores todas las mañanas: un ansiolítico, otra para la circulación de la sangre, otra para el corazón, otra para el cerebro.
La respuesta la descubrió en un programa de almuerzos de Mirtha Legrand. En la mesa estaban representantes de Fóbicos Anónimos Argentina. "¡Esto es lo que tengo!", se dijo. Y viajó acompañada a Buenos Aires para informarse. Se prometió que si algún día lograba salir adelante, fundaría Fóbicos Anónimos Uruguay (FAU).
Un psiquiatra le dijo que de eso no se iba a morir, pero necesitaría someterse a un tratamiento largo, a base de psicoterapia y psicofármacos. En general, después de un año y medio o dos de ingesta de fármacos, se les baja la dosis hasta que ya no toman nada. Pero ella, 21 años después, sigue tomando un antidepresivo en las mañanas con el café con leche (un Inhibidor o Recaptador de la Serotonina, IRS) y ansiolíticos para "bajar las revoluciones".
Con su rutina habitual recuperada y las píldoras salvadoras en un pastillero decorado con flores, en noviembre de 2000 fundó Fóbicos Anónimos en Uruguay. Una entrevista en la radio disparó el tema y esa tarde contó 311 llamadas a su teléfono particular. Llegaron a abrirse seis grupos de autoayuda para personas que padecen trastornos de ansiedad: en La Comercial, Pocitos, Jacinto Vera, Belvedere, Malvín y San José.
Hoy hay sólo dos en la capital, que no congregan a más de 30 pacientes. Pero las enfermedades de la ansiedad suman cada vez más uruguayos desde la crisis de 2002 a la actualidad, estiman los expertos.
TIEMPOS ANSIOSOS. El psiquiatra y especialista en trastornos de ansiedad, Daniel Flores, dijo que Salud Pública no ha hecho estudios en el país, pero para estimar la magnitud del problema es pertinente aplicar los estándares mundiales de los países vecinos. Entonces: un 30% de la población en algún momento de su vida padece algún trastorno de ansiedad. Uno de cada 10 han sufrido o sufrirán al menos una crisis de pánico.
Según la psicóloga Susana Acquarone -estudiosa de los ataques de pánico- si se suman todos los trastornos de ansiedad y las fobias, el fenómeno abarca al 20% de la población. Es decir, 600.000 uruguayos con miedo. Parece mucho.
-¿Cada vez más uruguayos le tienen miedo a algo?
-Estamos conviviendo con el miedo. El peor miedo no es a los trastornos, sino a otros solapados, como el temor a la soledad o la inseguridad (no sólo que no nos roben). En nuestra época no hay nada permanente y durable por mucho tiempo: el trabajo, la familia, los valores, la recreación. Siempre estamos queriendo más y ahí hay una causa de estrés.
Las fobias específicas son las que tienen más prevalencia (miedo al ascensor, a las arañas, a los insectos, a ver sangre, a las operaciones quirúrgicas, a las tormentas, incluso a las plumas). Representan un 7% (210.000 personas) y las fobias sociales y pacientes agorafóbicos, un 3%.
Acquarone, psicóloga del Centro Conductual de Montevideo y con 10 años de trabajo sobre los trastornos de ansiedad, afirma que el tratamiento psicofarmacológico no es imprescindible. "Se pueden solucionar muchos casos sólo con una buena psicoterapia conductual", dice, y pone como ejemplo las 17 historias que detalla en su libro Crisis de pánico, la ansiedad del nuevo milenio. Pero a Dagmar y a Fabiana Barrera, por ejemplo, no las convencen tan fácil. Sin sus pastillas mágicas no saben qué harían.
Fabiana, de 31 años, concurre los viernes al grupo de coordina Dagmar en la parroquia San Antonino de Jacinto Vera. Una decena de personas con miedos se reúne a la noche en un salón para compartir experiencias y practicar sesiones de meditación y respiración especiales. Fabiana intentó abrir un grupo propio en su localidad, Ciudad del Plata, pero se disolvió porque algunos fóbicos no querían ni cruzarse con otros.
Ella sufrió su primera crisis hace nueve años. Estaba en su dormitorio con amigos a punto de ver una película cuando empezó a sentirse "rara". "Les dije: no sé qué tengo, me siento rara, no sé qué me pasa. Me empezó a faltar el aire, a sudar las manos, a tener taquicardia. Empecé a decir `me muero, me muero`. Me llevaron a un hospital y me calmaron. Me hicieron electroshocks, todo, pero no tenía nada".
El "click" que, dice, provocó ese primer ataque fue una mudanza. Acquarone contextualiza: "El desencadenante puede ser la muerte de un familiar, una separación o cualquier frustración. El estrés es un factor clave. Pero también el estrés positivo: el nacimiento de un hijo, una mudanza, un ascenso laboral. Son cosas que te activan, te hacen estar a mil". La mudanza de la casa de sus suegros a una casa propia con su marido a Fabiana, al parecer, le generó un estrés "positivo" que le causó una crisis de ansiedad.
Y desde ahí todo cambió para peor. Tuvo agorafobia y ya no podía salir a la calle por miedo a que le pasara algo, se recluyó en su casa durante tres años. Inventaba que le dolía la cabeza para no ir a la playa. Tampoco concurría a fiestas, cumpleaños, cines, teatros, escenarios musicales. Por culpa de una fobia se quedó sin vida social. Tenía miedo de caerle mal a la gente, de parecerle fea, de comer delante de gente.
Un primer tratamiento médico la dejaba tan sedada que se pasaba durmiendo, pero un segundo abordaje dio en la tecla. Empezó a tomar fluoxetina (un antidepresivo que ella llama "antipánico"), risperidona (antipsicótico) y somnidual (para dormir), porque se despertaba por las noches, presa del miedo. Recién en 2007 mejoró. No fue tanto por el cambio de medicación, sino por otro click. Su hermano, de 32 años, tuvo un infarto y casi se muere. Ella, que no salía de su "refugio" (¿o prisión?) llamado hogar, se enfrentó a su propio temor y apretando los dientes salió a la calle y se fue hasta el hospital donde él estaba internado. Su hermano evolucionó y ella, que se enfrentó a su miedo, tuvo más herramientas para dominarlo.
Hoy su medicación es "flojita": dos fluoxetina de mañana con el desayuno, medio "rispa" y medio somnidual por las noches. "Casi nada", dice. Llegó a tomar 12 pastillas por día.
Para ella la medicación es "fundamental". La vez que se sintió mejor y la dejó, tuvo una recaída: pasó de tener tres crisis semanales a tres diarias. El grupo de Fóbicos Anónimos, además, le hace bien, porque entre pares comparten experiencias. "La primera vez dije: `pucha, no estoy loca, como me querían hacer creer`".
Así y todo, en momentos de impotencia, Fabiana quiso suicidarse. Hace tres años ingirió una decena de psicofármacos que bajó con whisky y se encerró con llave en una pieza, mientras sus hijos chicos jugaban en el patio. "No pensé en ellos, pensé que mi vida no valía la pena, yo no valía nada y lo intenté". Su marido llegó a tiempo, la llevó de urgencia a un hospital donde le hicieron beber algo que la hizo vomitar. "Después tuve pensamientos... pero no intentos", dice, y lo cuenta porque se siente recuperada.
Hace algunas semanas estaba internada por un problema de columna y sin poder hacer nada. Volvió a pensar en cosas feas. Esa vez, para no cortarse las venas, sólo se infringió un corte en un antebrazo, donde ahora se ve una curita. "Quería sentir dolor. Es que al que no le pasó, no lo entiende".
MOMENTO DE CATARSIS. El viernes 11 a las 21 horas una mujer tímida y cabizbaja esperaba que la atendieran frente a la puerta lateral de una parroquia. Dagmar llegó apurada, tarde, y le dio la bienvenida. Graciela, de 55 años, le dijo que un psiquiatra le había recomendado el grupo y quería ver cuánto la podía ayudar a salir del infierno en el que se convierte su vida por las noches.
Graciela, que se dedica a vender y arreglar ropa femenina, tenía una vida apacible hasta que se separó de su pareja, padrastro de su hija con discapacidad. Cuando quedó a cargo de todo, las cosas dejaron de andar bien. Su hija, epiléptica, padecía crisis nerviosas por las noches y la madre temía que muriera mientras estaba durmiendo. Por eso no logró dominar las horas de sueño y desarrolló "terror nocturno" o pánico nocturno, según prefiere llamar Dagmar.
Las sensaciones de miedo y soledad hicieron que no pudiera dormir ni dos horas seguidas. Se despertaba abruptamente para ir a ver si su hija estaba bien; se despertaba sudando, ahogada y tenía que salir a la calle en camisón para respirar mejor. Se le transformó en una rutina diabólica: al anochecer Graciela se siente morir. Se acuesta a las 11 de la noche, sabiendo que se va a despertar a las dos y no sabrá qué hacer. Revisará si la puerta quedó bien cerrada, si la llave del gas también lo está, irá inútilmente al cuarto de su hija para ver que esté durmiendo, aunque ya no la encontrará porque ahora vive con su abuela paterna. Los aceprax (ansiolítico cuya droga es alprazolam) ya no le hacen nada.
Cuando el calvario nocturno deja paso al día, Graciela se siente en paz. "Uy, de día es otra cosa, soy una mujer sana. Pero siempre vuelve la noche...", dice Graciela debajo de unos afiches que dicen "El Señor siempre estará contigo" y "Somos constructores del mundo nuevo".
Graciela llegó a Fóbicos Anónimos porque su psiquiatra le dijo que en este grupo se enseñaban unas tácticas de respiración recomendables para salir del trance. "Sí, te las vamos a enseñar", la alivia Dagmar, alma mater de la agrupación.
La mujer sigue haciendo catarsis en su primer día (para eso es el grupo, al fin y al cabo): tiene miedo de quedarse dormida, está posmenopáusica pero la causa no es hormonal sino "emocional", según le dijeron; la medicación no le está haciendo efecto, se levanta con sueño, adelgazó más de la cuenta, vive desconcentrada, "boleada". No la entretiene ni la tele, ni un libro ni la radio.
Todo esto empezó hace cinco años: desde entonces no duerme ocho horas sin interrupciones. De repente, a Graciela le da un ataque de pánico, en plena terapia autogestionada de fóbicos. Dagmar intenta aliviarla con la técnica que enseña Oscar Romero, un paciente ya recuperado gracias a técnicas de control mental. Le dice que respire por la nariz, que cierre los ojos, que esté tranquila y piense en algo lindo, que ponga sus manos tapando la boca en forma de "carpita" y respire siete veces... Pero falta algo: medio ansiolítico debajo de la lengua.
Dos minutos después, Graciela se siente mejor y retoma el diálogo con fluidez. El pánico pasó.
A su lado está Laura, de 35 años, que fue con su marido al taller porque no se anima a ir sola a ningún lado. Ella sí está mejor desde que acertó con la medicación. Como los demás, recuerda la primera vez con precisión, el 30 de diciembre de 2008: "estaba trabajando en casa y me sentí mal. Salí corriendo para afuera porque me faltaba el aire, empecé a transpirar y me saqué la ropa. No sabés lo que te pasa, sentís que vas a perder el control de tu cabeza, la conexión con la realidad".
El pavor es tal que ha llegado a pensar en lo que llama "cosas extremas", dice y no amplía. Dagmar sí: desesperada, hace muchos años se le cruzó por la cabeza pararse en la mitad de la ruta y esperar con los ojos cerrados, por ejemplo. Una vez le dijo a su marido que guardara en otro sitio el arma que tienen en la casa por seguridad, y no le revelara el nuevo escondite.
"Es angustiante. Vos querés explicarle a alguien lo que te pasa y piensan que estás loca", acota Graciela. Todos se comprenden, e insisten que los que no lo vivieron suelen desconfiar. "Como no hay heridas, ni nos falta un brazo o una pierna, ¿cómo vamos a estar tan mal?"
Cuando Laura tiene un ataque hoy, un año después del primer episodio, logra "cambiar de pensamiento" para no seguir en el círculo vicioso que llama a la próxima crisis. "Cuando pienso `ta, me está por venir`, pienso en otra cosa y le quito importancia. Es difícil dominar los pensamientos. Muy difícil", recalca. La pareja de Laura ha intentado ayudarla, sin éxito. "Ella queda dura y no habla. Intento acompañarla, pero no me habla... hasta que se le pasa".
¿SE CURA? A la reunión a la que asistió Qué Pasa no fue Alejandro, un fóbico social. Rara vez asiste y cuando lo hace, no se sienta ni se queda cerca de sus compañeros. Alejandro, de 30 años, no se sube a un ómnibus porque no comparte asientos ni puede estar cerca de otras personas. Tampoco va a fiestas. Le tiene miedo a las bacterias y los microbios. Camina desde Malvín a Pocitos y de ahí a Jacinto Vera cuando quiere asistir a la reunión... de lejos. Padece Trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC),
Tampoco fue Valeria, quien no come en público porque le da vergüenza y básicamente, miedo. Miedo a hacer el ridículo si se le caen migas o voltea líquido.
No fue Oscar, el encargado de poner un video y dirigir una meditación guiada con métodos de respiración y un clima de relax ideal para cerrar las reuniones. Ni Carlos Alén (49), cuyo TOC lo forzaba a lavarse las manos hasta 15 veces por día, o le hizo bajarse de un ómnibus y desandar varias cuadras para verificar si había dejado las puertas y ventanas bien cerradas.
El padre de Carlos también sufrió trastorno obsesivo compulsivo. Como la hija de Dagmar, en vías de recuperación a base de tratamiento farmacológico, o Sergio, el hijo de 10 años de Fabiana, que evita los lugares con mucho público y prefiere quedarse "encerrado". Explica el psiquiatra Flores: "Hay un componente genético y hereditario en el pánico y la fobia social. La vulnerabilidad se transmite".
A la medianoche del viernes en el salón parroquial, las tres damas fóbicas (o ex, en plan alerta) se despiden sin el video concluyente de la meditación y con la promesa de seguir viniendo y no dejar la medicación. Es diciembre y muchos faltaron por los compromisos y la poca voluntad de salir a la calle. Antes, Graciela tiene una duda: "Esto tiene cura, ¿no?". Dagmar le dice que por supuesto. A todos le dice lo mismo, aunque un 30% quede preso de los psicofármacos para no intentar matarse.
Son más comunes en mujeres
El psiquiatra Daniel Flores confirmó que Salud Pública no tiene estadísticas propias sobre el tema. Flores, especialista en el tema del hospital Británico, dijo que hay una mayor prevalencia de mujeres sobre hombres en trastornos de ansiedad. "Probablemente la causa más importante sea la incidencia de las hormonas ováricas en la regulación del estado de ánimo y la cuestión emocional", sostuvo. Los trastornos de ansiedad, dijo, tienen cinco categorías distintas de diagnóstico: trastorno por pánico, por ansiedad generalizada, por estrés postraumático, los trastornos fóbicos (a su vez, divididos en grupos de fobias) y los obsesivos compulsivos (TOC).
70%
de las fobias tienen cura prescindiendo de la medicación, según señala Van der Weck.
10%
es la cantidad de personas que alguna vez sufre o sufrió una crisis de pánico, según Flores.
1980
década en la que la Asociación Norteamericana de Psiquiatría comenzó a tratar estos casos.
2000
Año en el que se creó Fóbicos Anónimos Uruguay, a instancias de la filial de Argentina.
Psicoanálisis: ¿sirve o no?
"A nivel mundial el psicoanálisis no está recomendado para los trastornos de ansiedad", afirmó con convicción la psicóloga Susana Acquarone. Dagmar van der Weck, fundadora de Fóbicos Anónimos, coincide: "¿qué me importa conocer lo que la causó hace muchos años atrás? Lo que yo quiero es resolverlo y que no me pase más. ¡Quiero no tener los ataques y si se consigue con una píldora, genial!", dijo. Sin embargo, su compañero de grupo, Oscar Romero, no piensa igual. "El medicamento es para calmar, como cuando tomás un analgésico cuando te duele la cabeza. Lo importante es saber por qué te duele la cabeza, para poder curarlo", opinó y dijo estar a favor del psicoanálisis como uno de los método posibles de solución de la enfermedad.
Fuente
César Bianchi - 19/12/2009 Uruguay
Una mujer iba manejando su auto rumbo al este un 31 de diciembre, escuchando música lenta lo más campante. Todavía no estaba la doble vía, todavía existía la Onda. Un ómnibus de esa compañía empezó a hacerle juego de luces a la conductora para que acelerara o se hiciera a un lado. Ahí empezó la pesadilla para Dagmar, un trauma que hasta hoy la ha hecho dependiente de su medicación para evitar sucumbir al pánico.
En aquel momento empezó a transpirar, le sudaban las manos, le costaba respirar, comenzó a sufrir una taquicardia. Se sintió morir, y no es una exageración: se sintió morir. En un rapto de lucidez estacionó el auto al costado de la ruta e intentó pensar. Aún víctima de un miedo atroz, decidió seguir su camino, muy lentamente, porque sus hijos pequeños la esperaban en el balneario Solís.
Los últimos 20 kilómetros los hizo a paso de hombre y le demandaron una hora y media. Ese fue el primer episodio de ataque de pánico que sufrió Dagmar van der Weck, el 31 de diciembre de 1988. Como ella, todos los que padecen algún tipo de fobias o trastornos de ansiedad recuerdan la fecha y los detalles de la primera vez.
Ninguno se acuerda del segundo, a los pocos días. Y eso que quienes sufren un ataque de pánico enseguida se predisponen a esperar el próximo.
Lo que Dagmar llama "pequeños trastornos" de ansiedad comenzaron a los 12 o 13 años, pero no les dio importancia. Después de todo, eran rituales divertidos como comprar siempre cantidades impares de productos en el supermercado (tres latas de atún, cinco aguas minerales), tocar el picaporte de la puerta dos veces para tener un día afortunado, cosas así. Pero aquella tarde en la que fue acosada por el chofer de Onda se lo tomó más en serio.
Sin quererlo se quedó esperando una repetición de esa situación inédita. Cree que la atrajo con el pensamiento y claro, se volvió a dar. De nuevo un vahído, palpitaciones, temblores, ahogo.
A fines de la década de 1980 nadie hablaba de ataques de pánico. "Me decían que estaba re loca, pasada de estrés. `Tomate vacaciones`, me recomendaban", pero no era eso. No la entendían.
Pasó poco para que las crisis de pánico desembocaran en agorafobia: temía salir y sentirse en riesgo en lugares muy abiertos o cerrados, tenía miedo que le pasara algo en la calle. Le tenía miedo al miedo. Para ir a su trabajo en un consulado había hecho un planito con cruces marcadas en donde están las emergencias médicas, e iba a 20 kilómetros por hora atrás del 104. Volver a su casa sobre Avenida de las Américas le llevaba una hora y media en auto. Empezó a quedarse en su casa hasta que en 1994 renunció a su empleo.
Fue al cardiólogo, al ginecólogo, al neurólogo, pero nada. Antes de que la diagnosticaran correctamente llegó a tomar cinco pastillas de distintos colores todas las mañanas: un ansiolítico, otra para la circulación de la sangre, otra para el corazón, otra para el cerebro.
La respuesta la descubrió en un programa de almuerzos de Mirtha Legrand. En la mesa estaban representantes de Fóbicos Anónimos Argentina. "¡Esto es lo que tengo!", se dijo. Y viajó acompañada a Buenos Aires para informarse. Se prometió que si algún día lograba salir adelante, fundaría Fóbicos Anónimos Uruguay (FAU).
Un psiquiatra le dijo que de eso no se iba a morir, pero necesitaría someterse a un tratamiento largo, a base de psicoterapia y psicofármacos. En general, después de un año y medio o dos de ingesta de fármacos, se les baja la dosis hasta que ya no toman nada. Pero ella, 21 años después, sigue tomando un antidepresivo en las mañanas con el café con leche (un Inhibidor o Recaptador de la Serotonina, IRS) y ansiolíticos para "bajar las revoluciones".
Con su rutina habitual recuperada y las píldoras salvadoras en un pastillero decorado con flores, en noviembre de 2000 fundó Fóbicos Anónimos en Uruguay. Una entrevista en la radio disparó el tema y esa tarde contó 311 llamadas a su teléfono particular. Llegaron a abrirse seis grupos de autoayuda para personas que padecen trastornos de ansiedad: en La Comercial, Pocitos, Jacinto Vera, Belvedere, Malvín y San José.
Hoy hay sólo dos en la capital, que no congregan a más de 30 pacientes. Pero las enfermedades de la ansiedad suman cada vez más uruguayos desde la crisis de 2002 a la actualidad, estiman los expertos.
TIEMPOS ANSIOSOS. El psiquiatra y especialista en trastornos de ansiedad, Daniel Flores, dijo que Salud Pública no ha hecho estudios en el país, pero para estimar la magnitud del problema es pertinente aplicar los estándares mundiales de los países vecinos. Entonces: un 30% de la población en algún momento de su vida padece algún trastorno de ansiedad. Uno de cada 10 han sufrido o sufrirán al menos una crisis de pánico.
Según la psicóloga Susana Acquarone -estudiosa de los ataques de pánico- si se suman todos los trastornos de ansiedad y las fobias, el fenómeno abarca al 20% de la población. Es decir, 600.000 uruguayos con miedo. Parece mucho.
-¿Cada vez más uruguayos le tienen miedo a algo?
-Estamos conviviendo con el miedo. El peor miedo no es a los trastornos, sino a otros solapados, como el temor a la soledad o la inseguridad (no sólo que no nos roben). En nuestra época no hay nada permanente y durable por mucho tiempo: el trabajo, la familia, los valores, la recreación. Siempre estamos queriendo más y ahí hay una causa de estrés.
Las fobias específicas son las que tienen más prevalencia (miedo al ascensor, a las arañas, a los insectos, a ver sangre, a las operaciones quirúrgicas, a las tormentas, incluso a las plumas). Representan un 7% (210.000 personas) y las fobias sociales y pacientes agorafóbicos, un 3%.
Acquarone, psicóloga del Centro Conductual de Montevideo y con 10 años de trabajo sobre los trastornos de ansiedad, afirma que el tratamiento psicofarmacológico no es imprescindible. "Se pueden solucionar muchos casos sólo con una buena psicoterapia conductual", dice, y pone como ejemplo las 17 historias que detalla en su libro Crisis de pánico, la ansiedad del nuevo milenio. Pero a Dagmar y a Fabiana Barrera, por ejemplo, no las convencen tan fácil. Sin sus pastillas mágicas no saben qué harían.
Fabiana, de 31 años, concurre los viernes al grupo de coordina Dagmar en la parroquia San Antonino de Jacinto Vera. Una decena de personas con miedos se reúne a la noche en un salón para compartir experiencias y practicar sesiones de meditación y respiración especiales. Fabiana intentó abrir un grupo propio en su localidad, Ciudad del Plata, pero se disolvió porque algunos fóbicos no querían ni cruzarse con otros.
Ella sufrió su primera crisis hace nueve años. Estaba en su dormitorio con amigos a punto de ver una película cuando empezó a sentirse "rara". "Les dije: no sé qué tengo, me siento rara, no sé qué me pasa. Me empezó a faltar el aire, a sudar las manos, a tener taquicardia. Empecé a decir `me muero, me muero`. Me llevaron a un hospital y me calmaron. Me hicieron electroshocks, todo, pero no tenía nada".
El "click" que, dice, provocó ese primer ataque fue una mudanza. Acquarone contextualiza: "El desencadenante puede ser la muerte de un familiar, una separación o cualquier frustración. El estrés es un factor clave. Pero también el estrés positivo: el nacimiento de un hijo, una mudanza, un ascenso laboral. Son cosas que te activan, te hacen estar a mil". La mudanza de la casa de sus suegros a una casa propia con su marido a Fabiana, al parecer, le generó un estrés "positivo" que le causó una crisis de ansiedad.
Y desde ahí todo cambió para peor. Tuvo agorafobia y ya no podía salir a la calle por miedo a que le pasara algo, se recluyó en su casa durante tres años. Inventaba que le dolía la cabeza para no ir a la playa. Tampoco concurría a fiestas, cumpleaños, cines, teatros, escenarios musicales. Por culpa de una fobia se quedó sin vida social. Tenía miedo de caerle mal a la gente, de parecerle fea, de comer delante de gente.
Un primer tratamiento médico la dejaba tan sedada que se pasaba durmiendo, pero un segundo abordaje dio en la tecla. Empezó a tomar fluoxetina (un antidepresivo que ella llama "antipánico"), risperidona (antipsicótico) y somnidual (para dormir), porque se despertaba por las noches, presa del miedo. Recién en 2007 mejoró. No fue tanto por el cambio de medicación, sino por otro click. Su hermano, de 32 años, tuvo un infarto y casi se muere. Ella, que no salía de su "refugio" (¿o prisión?) llamado hogar, se enfrentó a su propio temor y apretando los dientes salió a la calle y se fue hasta el hospital donde él estaba internado. Su hermano evolucionó y ella, que se enfrentó a su miedo, tuvo más herramientas para dominarlo.
Hoy su medicación es "flojita": dos fluoxetina de mañana con el desayuno, medio "rispa" y medio somnidual por las noches. "Casi nada", dice. Llegó a tomar 12 pastillas por día.
Para ella la medicación es "fundamental". La vez que se sintió mejor y la dejó, tuvo una recaída: pasó de tener tres crisis semanales a tres diarias. El grupo de Fóbicos Anónimos, además, le hace bien, porque entre pares comparten experiencias. "La primera vez dije: `pucha, no estoy loca, como me querían hacer creer`".
Así y todo, en momentos de impotencia, Fabiana quiso suicidarse. Hace tres años ingirió una decena de psicofármacos que bajó con whisky y se encerró con llave en una pieza, mientras sus hijos chicos jugaban en el patio. "No pensé en ellos, pensé que mi vida no valía la pena, yo no valía nada y lo intenté". Su marido llegó a tiempo, la llevó de urgencia a un hospital donde le hicieron beber algo que la hizo vomitar. "Después tuve pensamientos... pero no intentos", dice, y lo cuenta porque se siente recuperada.
Hace algunas semanas estaba internada por un problema de columna y sin poder hacer nada. Volvió a pensar en cosas feas. Esa vez, para no cortarse las venas, sólo se infringió un corte en un antebrazo, donde ahora se ve una curita. "Quería sentir dolor. Es que al que no le pasó, no lo entiende".
MOMENTO DE CATARSIS. El viernes 11 a las 21 horas una mujer tímida y cabizbaja esperaba que la atendieran frente a la puerta lateral de una parroquia. Dagmar llegó apurada, tarde, y le dio la bienvenida. Graciela, de 55 años, le dijo que un psiquiatra le había recomendado el grupo y quería ver cuánto la podía ayudar a salir del infierno en el que se convierte su vida por las noches.
Graciela, que se dedica a vender y arreglar ropa femenina, tenía una vida apacible hasta que se separó de su pareja, padrastro de su hija con discapacidad. Cuando quedó a cargo de todo, las cosas dejaron de andar bien. Su hija, epiléptica, padecía crisis nerviosas por las noches y la madre temía que muriera mientras estaba durmiendo. Por eso no logró dominar las horas de sueño y desarrolló "terror nocturno" o pánico nocturno, según prefiere llamar Dagmar.
Las sensaciones de miedo y soledad hicieron que no pudiera dormir ni dos horas seguidas. Se despertaba abruptamente para ir a ver si su hija estaba bien; se despertaba sudando, ahogada y tenía que salir a la calle en camisón para respirar mejor. Se le transformó en una rutina diabólica: al anochecer Graciela se siente morir. Se acuesta a las 11 de la noche, sabiendo que se va a despertar a las dos y no sabrá qué hacer. Revisará si la puerta quedó bien cerrada, si la llave del gas también lo está, irá inútilmente al cuarto de su hija para ver que esté durmiendo, aunque ya no la encontrará porque ahora vive con su abuela paterna. Los aceprax (ansiolítico cuya droga es alprazolam) ya no le hacen nada.
Cuando el calvario nocturno deja paso al día, Graciela se siente en paz. "Uy, de día es otra cosa, soy una mujer sana. Pero siempre vuelve la noche...", dice Graciela debajo de unos afiches que dicen "El Señor siempre estará contigo" y "Somos constructores del mundo nuevo".
Graciela llegó a Fóbicos Anónimos porque su psiquiatra le dijo que en este grupo se enseñaban unas tácticas de respiración recomendables para salir del trance. "Sí, te las vamos a enseñar", la alivia Dagmar, alma mater de la agrupación.
La mujer sigue haciendo catarsis en su primer día (para eso es el grupo, al fin y al cabo): tiene miedo de quedarse dormida, está posmenopáusica pero la causa no es hormonal sino "emocional", según le dijeron; la medicación no le está haciendo efecto, se levanta con sueño, adelgazó más de la cuenta, vive desconcentrada, "boleada". No la entretiene ni la tele, ni un libro ni la radio.
Todo esto empezó hace cinco años: desde entonces no duerme ocho horas sin interrupciones. De repente, a Graciela le da un ataque de pánico, en plena terapia autogestionada de fóbicos. Dagmar intenta aliviarla con la técnica que enseña Oscar Romero, un paciente ya recuperado gracias a técnicas de control mental. Le dice que respire por la nariz, que cierre los ojos, que esté tranquila y piense en algo lindo, que ponga sus manos tapando la boca en forma de "carpita" y respire siete veces... Pero falta algo: medio ansiolítico debajo de la lengua.
Dos minutos después, Graciela se siente mejor y retoma el diálogo con fluidez. El pánico pasó.
A su lado está Laura, de 35 años, que fue con su marido al taller porque no se anima a ir sola a ningún lado. Ella sí está mejor desde que acertó con la medicación. Como los demás, recuerda la primera vez con precisión, el 30 de diciembre de 2008: "estaba trabajando en casa y me sentí mal. Salí corriendo para afuera porque me faltaba el aire, empecé a transpirar y me saqué la ropa. No sabés lo que te pasa, sentís que vas a perder el control de tu cabeza, la conexión con la realidad".
El pavor es tal que ha llegado a pensar en lo que llama "cosas extremas", dice y no amplía. Dagmar sí: desesperada, hace muchos años se le cruzó por la cabeza pararse en la mitad de la ruta y esperar con los ojos cerrados, por ejemplo. Una vez le dijo a su marido que guardara en otro sitio el arma que tienen en la casa por seguridad, y no le revelara el nuevo escondite.
"Es angustiante. Vos querés explicarle a alguien lo que te pasa y piensan que estás loca", acota Graciela. Todos se comprenden, e insisten que los que no lo vivieron suelen desconfiar. "Como no hay heridas, ni nos falta un brazo o una pierna, ¿cómo vamos a estar tan mal?"
Cuando Laura tiene un ataque hoy, un año después del primer episodio, logra "cambiar de pensamiento" para no seguir en el círculo vicioso que llama a la próxima crisis. "Cuando pienso `ta, me está por venir`, pienso en otra cosa y le quito importancia. Es difícil dominar los pensamientos. Muy difícil", recalca. La pareja de Laura ha intentado ayudarla, sin éxito. "Ella queda dura y no habla. Intento acompañarla, pero no me habla... hasta que se le pasa".
¿SE CURA? A la reunión a la que asistió Qué Pasa no fue Alejandro, un fóbico social. Rara vez asiste y cuando lo hace, no se sienta ni se queda cerca de sus compañeros. Alejandro, de 30 años, no se sube a un ómnibus porque no comparte asientos ni puede estar cerca de otras personas. Tampoco va a fiestas. Le tiene miedo a las bacterias y los microbios. Camina desde Malvín a Pocitos y de ahí a Jacinto Vera cuando quiere asistir a la reunión... de lejos. Padece Trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC),
Tampoco fue Valeria, quien no come en público porque le da vergüenza y básicamente, miedo. Miedo a hacer el ridículo si se le caen migas o voltea líquido.
No fue Oscar, el encargado de poner un video y dirigir una meditación guiada con métodos de respiración y un clima de relax ideal para cerrar las reuniones. Ni Carlos Alén (49), cuyo TOC lo forzaba a lavarse las manos hasta 15 veces por día, o le hizo bajarse de un ómnibus y desandar varias cuadras para verificar si había dejado las puertas y ventanas bien cerradas.
El padre de Carlos también sufrió trastorno obsesivo compulsivo. Como la hija de Dagmar, en vías de recuperación a base de tratamiento farmacológico, o Sergio, el hijo de 10 años de Fabiana, que evita los lugares con mucho público y prefiere quedarse "encerrado". Explica el psiquiatra Flores: "Hay un componente genético y hereditario en el pánico y la fobia social. La vulnerabilidad se transmite".
A la medianoche del viernes en el salón parroquial, las tres damas fóbicas (o ex, en plan alerta) se despiden sin el video concluyente de la meditación y con la promesa de seguir viniendo y no dejar la medicación. Es diciembre y muchos faltaron por los compromisos y la poca voluntad de salir a la calle. Antes, Graciela tiene una duda: "Esto tiene cura, ¿no?". Dagmar le dice que por supuesto. A todos le dice lo mismo, aunque un 30% quede preso de los psicofármacos para no intentar matarse.
Son más comunes en mujeres
El psiquiatra Daniel Flores confirmó que Salud Pública no tiene estadísticas propias sobre el tema. Flores, especialista en el tema del hospital Británico, dijo que hay una mayor prevalencia de mujeres sobre hombres en trastornos de ansiedad. "Probablemente la causa más importante sea la incidencia de las hormonas ováricas en la regulación del estado de ánimo y la cuestión emocional", sostuvo. Los trastornos de ansiedad, dijo, tienen cinco categorías distintas de diagnóstico: trastorno por pánico, por ansiedad generalizada, por estrés postraumático, los trastornos fóbicos (a su vez, divididos en grupos de fobias) y los obsesivos compulsivos (TOC).
70%
de las fobias tienen cura prescindiendo de la medicación, según señala Van der Weck.
10%
es la cantidad de personas que alguna vez sufre o sufrió una crisis de pánico, según Flores.
1980
década en la que la Asociación Norteamericana de Psiquiatría comenzó a tratar estos casos.
2000
Año en el que se creó Fóbicos Anónimos Uruguay, a instancias de la filial de Argentina.
Psicoanálisis: ¿sirve o no?
"A nivel mundial el psicoanálisis no está recomendado para los trastornos de ansiedad", afirmó con convicción la psicóloga Susana Acquarone. Dagmar van der Weck, fundadora de Fóbicos Anónimos, coincide: "¿qué me importa conocer lo que la causó hace muchos años atrás? Lo que yo quiero es resolverlo y que no me pase más. ¡Quiero no tener los ataques y si se consigue con una píldora, genial!", dijo. Sin embargo, su compañero de grupo, Oscar Romero, no piensa igual. "El medicamento es para calmar, como cuando tomás un analgésico cuando te duele la cabeza. Lo importante es saber por qué te duele la cabeza, para poder curarlo", opinó y dijo estar a favor del psicoanálisis como uno de los método posibles de solución de la enfermedad.
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